En medio del desierto cada vez menos pirquineros trabajan el oro, aunque salen adelante para evitar aquella palabra que ronda en el ambiente y que nadie quiere escuchar: “extinción”. Los recuerdos afloran en sus habitantes que hablan de quienes han emigrado, mientras en las calles ya no se ven niños.
Entre los senderos y la soledad de los cerros de Inca de Oro en la comuna de Diego de Almagro, un profundo hoyo de unos dos metros de diámetro se cruza por el camino en lo que parece ser el vestigio de una faena abandonada. Maquinaria obsoleta y piques que parecen desaparecidos complementan el paisaje que hace décadas era totalmente distinto; con más gente, más vida, más sueños, con resplandor económico.
Sin embargo, una polea en la entrada de esta circunferencia revela que en los faldeos aún hay vida. La oscuridad impide visualizar figura humana y sólo un alarido es capaz de establecer la comunicación con el mundo exterior.
“¿Hay alguien acá?”, gritamos y la respuesta es inmediata. Desde la profundidad a más de veinte metros y producto de la soledad, se puede oír claramente: “estoy aquí, bajen por la escalera”, mientras se asoma la luz de una lámpara antigua.
Una escalera rústica, hecha de metal y madera unida por cuerdas, oxidada y que da poca confianza, es el otro nexo con las profundidades. Bajar es complicado y se deben tomar precauciones.
Al medio del túnel hay una cueva o “avance” como lo llaman los pirquineros. Allí se encuentra la veta de oro, aquella piedra distinta que se escabulle entre la profundidad de la tierra, que contiene el mineral para ser vendido y que entrega esperanza.
Al ingresar, al fondo con una lámpara, una picota y un tarro para sacar las piedras se ve a Hipólito Flores, quien hace seis años sigue la veta de oro que lo tiene internándose solo en las entrañas de la tierra. Tiene 84 años y desde niño se dedica a la pirquinería. Es de pocas palabras y no comparte con nadie en su jornada laboral que comienza desde las nueve de la mañana, que termina cerca de las 6 de la tarde y que solo es interrumpida por la hora de la “choca”, que sagradamente sigue a mediodía.
“Yo llegué desde la cordillera, trabajo hace más de 60 años en esto. Yo empecé solo en la minería mirando”, dice con tos y problemas al respirar debido a la silicosis.
Para el minero la vida solitaria del cerro es su naturaleza, explica cómo se van acostumbrando a eso con el tiempo y que seguir la veta para obtener sustento económico se vuelve una necesidad. “Uno está dentro del cerro gran parte del tiempo y aprende de él. La seguridad la llevamos en la experiencia y sabemos de esto gracias a lo que nos contaron quienes nos enseñaron y lo que vivimos”, dice.
El espacio es diminuto y se reduce la movilidad, la evidencia de que ha sido diseñado para trabajar en soledad. Hipólito se acuesta y con la lámpara ilumina su camino para romper la roca y sacar el oro.
El pirquín como lo vivió Flores ya no es igual. “Somos pocos los que vamos quedando y ahora la gran minería se lleva todo”, destaca.
A pasos del pique y bajando la ladera del cerro se ve una estructura grande de madera, rodeada por algunas pircas; es Las Guías, un pueblo que se levantó en la época del auge del oro y donde hoy solo hay ruinas. Allí vive Héctor Pastén de 74 años de los cuales más de 60 trabajó en los piques. Llegó en 1964 a la zona y nunca ha querido partir. Hoy aquejado por la silicosis mantiene a 15 perros con el dinero que gana removiendo mineral de lo que alguna vez fueron grandes minas.
El minero reconoce la caída del rubro artesanal y resalta que hace tiempo no ve pirquineros como en los años que él llegó a la zona.
Contrastes
La pequeña minería tiene dos mundos, primero está la superficie con rieles, poleas y gente en constante movimiento haciendo separación del mineral que sube desde la profundidad de la tierra y analizando el tipo de oro para su posterior entrega a Enami.
Mientras que en la oscuridad y el polvo se realizan trabajos de extracción de mineral y ampliación de túneles. Es un verdadero hormiguero, con caminos que siguen al oro y se manejan con buenos estándares de seguridad pese a los recursos.
15 minutos se tarda en llegar al final de una mina con más de 100 metros de profundidad. Son escaleras verticales con descansos debido a la normativa y la complejidad del túnel que no sigue un ritmo determinado. Todo es silencio en el “pique” debido a que se debe estar atento a los sonidos del cerro y cualquier eventualidad que ocurra por seguridad.
“Uno a veces no dimensiona lo que hay encima de uno, se va a acostumbrando y no va pensando en eso, ya es como la rutina y uno va aprendiendo”, comentó Ignacio Talamilla, quien trabaja hace seis años en el lugar. Destaca que bajo tierra se reafirma el compañerismo por el hecho de depender siempre de quien se encuentre al lado. Dice que la importancia de todo es aprender de todos.
Las condiciones hacen que quienes estén bajo tierra conversen constantemente y mediante señales con una campana se comuniquen con los que están en la superficie para enviar mineral o pedir ayuda en algo.
El entorno del pique se mantiene limpio para tener expeditos los túneles, estructuras reforzadas con madera y fierro en las que hay flechas pintadas para indicar la salida. La veta de oro, que es donde está el mineral, recorre las murallas y da dirección a los trabajos.
Estos mineros no tienen un turno definido, permanecen en la mina y viven en el lugar, esperando las ganancias de lo que entregue el cerro hasta que sea suficiente para visitar a sus familias.
La palabra que nadie quiere escuchar
La palabra extinción pareciera estar siempre asociada a clases de historia y el repaso de los dinosaurios, pero en Inca de Oro se ha transformado en aquella que se repite, pero que a la vez nadie quiere escuchar.
Rubenson Araya, pirquinero nacido en la localidad, dice que los precios del metal y los problemas para funcionar por las normas de seguridad inciden en la baja de pirquineros.
“Pocos mineros de oro quedan actualmente, alrededor de cuatro que trabajan a la antigua. Ahora es la extinción del minero y en especial del minero de oro, ya que es más complejo porque hay diversos tipos de oro y uno tiene que ver qué se puede hacer con el metal”, explica Araya.
Dice que el pirquinero aprende un poco de todo debido a la necesidad de ganar dinero con la actividad y buscar el mejor mineral para trabajar. “Uno aprende de química, de medidas, de la tierra y de todo lo que tiene que ver con extraer el oro de la tierra. Eso porque de uno depende si en la casa va a haber comida, esto no es como una faena que se sabe el sueldo, acá uno se lo hace”, cuenta.
Sobre cómo se forjaban los antiguos mineros recordó con nostalgia a los niños que recorrían los cerros acompañando a sus padres para ganar dinero y cooperar en las casas. Él dice que tuvo que aprender el oficio a base de trabajos pesados, guiado por quienes eran sus amigos y que ya no están vivos.
El pueblo
Inca de Oro es muy distinto a lo que sus habitantes cuentan cuando se vivió el boom económico. Sus calles están desiertas, muchas casas se encuentran abandonadas y en ciertos puntos la ciudad parece un pueblo fantasma.
Aurora Chayle, nacida en 1937 en un inmueble al interior de la mina Unión, a unos tres kilómetros del pueblo, contó que “habían hartas tiendas, hoteles, una imprenta, almacenes y no era necesario ir a Copiapó. Había Registro Civil y Hospital, ahora con los años todo ha ido cambiando”.
La incana resaltó que hasta la década de los 90 había harta gente en las calles y las personas salían a entretenerse en los diversos locales nocturnos. Incluso hasta la década de los 70 presenciaban espectáculos que venían desde Santiago exclusivamente por el auge del oro. En un peak había 2 mil personas viviendo permanentemente, actualmente quedan alrededor de 400. En los 40 incluso llegaron muchos inmigrantes de China, Alemana y España, entre otros países.
Odilia Galleguillos, nació en Las Guías hace 64 años y hoy tiene un negocio en Inca de Oro. Sus recursos son la viva esencia de lo que fue un lugar donde todos compartían y se divertían en torno a las faenas mineras.
“Antes uno jugaba, iba a la escuela y podía hacer de todo en los cerros cercanos a las minas. Las Guías era otro pueblo y no había mucha necesidad de salir del lugar, era muy parecido a Inca de Oro, ya que era un pueblo con casas, carnicería y otros locales de utilidad”, dice.
Recordó que antes las casas eran de pircas y madera, mezclando el diseño con los cerros y sus colores. Las Guías se encuentra abandonado y solo algunos letreros turísticos llevan a lo que fue el inicio de la minería en la zona.
Las calles sin niños
En los tramos que cruzan Inca de Oro solo se ven adultos transitando por las amplias avenidas o conversando en las esquinas, pero los niños están ausentes. Antes había menores que corrían por las calles, con camiones de latas, jugando a la pelota, las bolitas, según recuerdan pobladores.
Hoy los niños no tienen lugares donde entretenerse y solo la plaza sirve para jugar, porque no hay actividades recreativas como en otras ciudades.
Su vida se basa principalmente en la ida y vuelta a casa y escuela. En ésta su director, Rubén Tapia, cuenta que actualmente asisten 38 alumnos de primero a octavo básico, menos de la mitad de los que albergó el recinto en los años 90.
“Cuando llegamos lo único que querían los niños era terminar sexto básico para irse a trabajar a las minas, empezamos a inculcarle la educación y cómo se le facilitaba mejorar su calidad de vida con el estudio; y hoy logramos tener al 100% de los alumnos que siguen enseñanza media y algunos profesional”, destaca Tapia quien agrega que al ver la realidad de Inca de Oro definitivamente no tienen muchas posibilidades laborales, por eso deciden emigrar.
Criterio de fiscalización
Uno de los problemas que aqueja actualmente a la pequeña minería son las fiscalizaciones de seguridad y las exigencias que se realizan, según Eduardo Catalano, presidente de la Asociación Minera de Copiapó. “Todo nace en la pequeña minería, tal vez nosotros no hemos sabido convencer y motivar a los que mandan. Debemos convencer a los políticos para que hagan política pública por hacer algo en el rubro. El trato (diferenciado con la gran minería) es una lucha que hemos llevado por años, hemos conversado con la autoridad mayor y uno lo da por entendido, pero cuando está en la práctica el inspector que viene del Sernageomin hace las cosas son distintas. Ese es el hombre que mide con la misma vara a todos, uno pide un poco de criterio y él aplica en la ley”, critica . Agrega que “la seguridad acá es todo, nosotros somos casi parientes con los trabajadores, es muy duro que se te mate uno”. Marcelo Díaz, director del Sernageomin Atacama, explicó la posición del organismo en relación a los requerimientos. “La reglamentación es la misma, el reglamento de seguridad minera rige tanto para las grandes, como para las medianas y pequeñas compañías. Siempre el criterio es importante para resolver situaciones, pero las normas de seguridad que deben cumplirse para realizar cualquier labor minera son las mismas para todos”. Díaz agregó que Sernageomin realiza capacitaciones a los pequeños mineros y que ellos además conocen los riesgos de su trabajo por lo que constantemente cumplen con las normas de seguridad.
100 kilómetros al noreste de Copiapó, por la ruta que lleva a Diego de Almagro, se ubica Inca de Oro, también llamada hace décadas como la “Cuba de oro”.
400 habitantes aproximadamente quedan hoy en la localidad, que en sus mejores tiempos albergó alrededor de 2.000 personas. En la década de los 40 hubo muchos inmigrantes.
1.900 es la fundación del villorrio Inca de Oro, que ya existía por la explotación de minas del sector desde 1.850. En el siglo XIX habían minas como “California”, “Buena suerte” y “Capitana”.
Fuente: Diario de Atacama