Jorge Marshall Economista y Ph.D. Harvard
Desde la recuperación de la democracia, en 1990, fuimos consolidando un activo fundamental para el progreso del país: la prudencia en las políticas públicas y los acuerdos amplios, que es uno de los factores más difíciles de alcanzar en el camino al desarrollo. Pero a partir del boom del cobre, Chile cambió. Con el auge que se inicia en 2004 y se extiende hasta 2013, este activo se fue deteriorando. Las autoridades y la clase política creyeron que habían encontrado un atajo, que no requería tanto esfuerzo, y cedieron gradualmente a sus encantos. Ahora que el superciclo de las materias primas ha quedado atrás, nos damos cuenta de que el cobre se llevó la prudencia, la que no tiene signo político.
El alza histórica de los términos de intercambio puso a disposición del gobierno nuevos recursos equivalentes a un 5% del PIB anualmente, monto muy superior al que generará la reforma tributaria cuando alcance su estado de régimen. Esta abundancia transitoria significó que el gasto público se duplicara en un corto período y los subsidios y donaciones, que representan un 30% del presupuesto, crecieran en más de un 10% anual entre 2006 y 2013.
También el sector privado vivió el ciclo de abundancia: los ingresos del trabajo crecían en más de un 7% anual; las propiedades en las principales ciudades del país duplicaron su valor; las acciones lo triplicaron, y las importaciones de automóviles se multiplicaron por cuatro.
Este escenario puso a prueba al sistema político. Se instalaba gradualmente la cultura de los bonos, que resume la avidez por lo inmediato, expresa el deseo de cada grupo por captar parte de las rentas que generaba el cobre y promueve acciones que generan aplauso fácil. Esta orientación al corto plazo deterioró la calidad de las políticas públicas y del proceso legislativo.
La consolidación de esta tendencia quedó marcada por el simbolismo que se otorgó al primer proyecto de ley del gobierno de Sebastián Piñera, firmado el 11 de marzo de 2010: el otorgamiento de un bono extraordinario a familias de menores ingresos y de clase media. No quedaba duda alguna de que la derecha también abrazaba la nueva cultura, a la que se mantuvo apegada durante todo su período.
De pronto el país dejaba de hablar de inversión en infraestructura, de meritocracia y de reformas estructurales, incluyendo la modernización del Estado. La eficiencia se fue relajando en el sector público, y los ajustes que están haciendo actualmente Codelco y muchas empresas privadas son muestras del mismo fenómeno, lo que en el agregado se reflejó en un estancamiento de la productividad.
El avance de la cultura de los bonos en el ámbito público necesitaba neutralizar los contrapesos que se fueron creando dentro del Estado con una serie de reformas iniciadas en 1990 y que lograron un impulso importante con los acuerdos de 2003. Las buenas políticas requieren de instituciones sólidas en rendición de cuentas, de profesionalización del servicio civil y de exigencias de aprendizaje y evaluación. Los gobiernos de este período estuvieron perfectamente conscientes de este viraje, pero prefirieron la comodidad de dejarlo pasar para evitar conflictos políticos en medio de la marejada cortoplacista.
Así, la renta transitoria del mayor precio del cobre se canalizó hacia los grupos que lograban presionar al Estado, dañando su funcionamiento y generando un aumento de costos que afectó la competitividad en el ámbito privado y que ahora se manifiesta en una inflación más persistente.
La evidencia internacional indica que el efecto de los recursos naturales en el desarrollo de los países depende de la capacidad para generar un círculo virtuoso entre la renta adicional y el fortalecimiento institucional. Si esta interacción opera en el sentido equivocado, los efectos de largo plazo son negativos y la bonanza económica es solo transitoria.
Los países que cuentan con instituciones políticas consolidadas, contrapesos efectivos, sistemas rigurosos de rendición de cuentas y mercados competitivos tenderán a beneficiarse de los ciclos de auge en los términos de intercambio, ya que las instituciones ejercen un control sobre los intentos de desviar los recursos adicionales hacia fines improductivos. La clave está en contar con un Estado moderno, que tenga las capacidades para seguir una política económica coherente con los objetivos de largo plazo.
En síntesis, los años de abundancia se llevaron la prudencia, por lo que retomar el camino al desarrollo requiere de una estrategia para fortalecer las instituciones, comenzando por la abandonada agenda de modernización del Estado. La gestión que lleva a cabo el ministro de Hacienda es una esperanza para el indispensable retorno a la prudencia. En esta oportunidad no podemos decir que mañana será otro día. Podría ser demasiado tarde.
Fuente: El Mercurio